Ponferrada: capital templaria
De todos es sabido que en los últimos años proliferan las fiestas, mercados y torneos medievales, unos más afortunadas y serios y otros terriblemente patéticos. Desde la Festa da Historia de Ribadavia, que lleva más de treinta años convocando el último domingo de agosto a miles de personas ataviadas a la vieja usanza, hasta la Feira Franca de Pontevedra, pasando por las de Carracedo, Folgoso, Noia, Astorga (¡de romanos, claro!). Tecleas “fiestas medievales” en Google y salen 1.400 resultados en 0,32 segundos, o sea que es lo que hay.
Pero de todos, yo escojo la Noche Templaria de Ponferrada, no porque sea la mejor del mundo mundial -uno es ponferradino, pero no hooligan-, sino porque estoy convencido de que en poco tiempo Ponferrada está destinada a convertirse en la verdadera capital templaria de España y resto del planeta (templario).
Al igual que Carcasonne [Le Pays Cathare] convoca en el Sur de Francia anualmente a miles de visitantes atraídos por la historia y la leyenda de los cátaros, Ponferrada tiene que convertirse en el faro de la historia y la leyenda del Temple. Cátaros y templarios, dos caras de una misma tragedia, en la que se une el misterio, la persecución, las verdades sagradas y las torturas de la Inquisición.
El novelista Enrique Gil y Carrasco avala con su obra “El Señor de Bembibre” la enjundia templaria de Ponferrada y El Bierzo. Sigue siendo nuestra legendaria partida de nacimiento, nuestra piedra filosofal. Pero Gil y Carrasco fue mucho más que el petimetre romántico y atildado, algo ñoño, que describen sus biógrafos políticamente correctos, como Picoche, y repiten a coro los demás. Sostengo que Gil y Carrasco fue un heterodoxo laico y sensible, un proscrito político y sexual, obligado a vivir en el armario, un tipo con amistades peligrosas: Espronceda, Zorrilla, Larra, Humboldt.
Que no se ofendan los de Villafranca, no va con ellos: Gil y Carrasco fue cualquier cosa menos villafranquino. Siendo Enrique un niño, a su padre le dio una patada en el culo el Marqués de Villafranca y la familia salió pitando, se instaló en Ponferrada y Gil nunca más quiso saber de la villa de ingrato recuerdo. De modo que menos cuentos y menos carantoñas. Hay que coger el toro de la historia por los cuernos y descubrir, sin tanta complacencia, la persona oculta, admirable y profunda, que nos han tapado tantos historiadores caritativos.
El verdadero Gil y Carrasco, el ponferradino, cátaro, gay, templario y masón, verá con buenos ojos que convirtamos a la ciudad de Ponferrada en la Carcasonne ibérica. ¡Y que la Santa Inquisición nos perdone!