Secretos del Sil: La novela negra entra en la literatura berciana por la puerta grande
por Valentín Carrera, 12 de febrero de 2009
[“Los secretos del Sil”, de Arturo Suárez-Bárcena, Editorial GrupoBuho, 2008.]
Suele decirse que la madurez de una literatura –la gallega, la catalana, la sueca-, se mide por la pluralidad de géneros que abarca. Que una literatura emergente tenga poetas, parece obvio: siendo el género más difícil, resulta ser el más frecuentado. Que tenga una docena de novelas sólidas, es más raro. Que una literatura tenga, además, autores de teatro o de libros infantiles, ensayos históricos y científicos, requiere ya una producción consolidada. Cuando aparecen los “otros géneros” –la ciencia-ficción, la novela negra o la policíaca, la novela erótica y todos los demás-, estamos ante una literatura en plenitud.
Hace décadas, los libros que se escribían y publicaban en El Bierzo respondían a la etapa adolescente: mucha poesía, alguna primera novela, viajes, relatos, cuentos. Y entiéndase que si hablo de cuentos, pensando en los de Pereira, lo de adolescente elogia su vitalidad juvenil. Pero convengamos en que era relativamente fácil, hace treinta años, llevar la cuenta de los libros y de los autores bercianos.
Por fortuna, nuestra literatura ha madurado y la producción de los autores bercianos abarca cada día más géneros, es más plural y diversa, más sólida y más fructífera. Goza de buena salud. Prueba de ello es un libro de reciente publicación, gracias al cual la novela negra entra de lleno, por la puerta grande, en la literatura berciana. Salvo desconocimiento mío, que bien pudiera ser, hasta hoy no se había publicado en El Bierzo ninguna novela negra. Descubrir ésta y leerla intensamente, ha sido mi mejor regalo estas navidades.
La novela es “Los secretos del Sil”, de un autor joven, Arturo Suárez-Bárcena Bombín, berciano por la parte “do más pecado había”, vamos, de los Suárez-Bárcena de Priaranza, de toda la vida. Este cabrón escribe como le da la gana y se ríe de todo y de todos. Frase corta, contundente, que estalla en los ojos del lector.
La sórdida noche ponferradina
El protagonista de “Los secretos del Sil” es Fran, Francisco, un abogado joven, culto, cínico, dandy venido a menos, metido en asuntos turbios, noctámbulo y que sobrelleva su lucidez ahogándola en güisqui. “El whisky me da escalofríos de placer, ideas de plata falsa, de monedas que al primer mordisco se doblan; el whisky es el apretón de una mano amiga, el beso de una novicia, una llama líquida, un elixir de la eterna juventud que frente al espejo nos borra las arrugas”.
Entre Francisco y Arturo Suárez-Bárcena hay ciertas coincidencias: los dos son jóvenes, cultos y escritores. Espero que ahí se acabe el paralelismo, por la parte que le toca a mi prima Ana, no sé si casada con Francisco y enamorada de Arturo o al revés. Con o sin desdoblamiento de personalidad, Suárez-Bárcena construye un personaje digno de Montalbán o de Simenon.
El abogado ponferradino Francisco es un perfecto canalla, que vive en la avenida Pérez Colino, número trece; tiene una asistenta gallega, Rosario; y conduce un land rover escangallao, con un corcho como tapón del gasoil. La road movie urbana por la que transita “Los secretos del Sil” es una permanente provocación, un puto escándalo que mantiene al lector en vilo como si se hubiera tomado un tripi para navegar por las tripas de la ciudad y sus bajos fondos, “con la luna ahorcada por los tejados”.
Ni una línea de costumbrismo –ni una maldita cita del botillo nacional-, nada de seres rupestres, la novela de Arturo Suárez-Bárcena es vanguardia (que no vanguardismo) y se nutre de la actualidad más inmediata. Hasta la descripción del castillo es de novela negra, como corresponde: “El castillo es un guardián, un hacha de madera, un miedo visceral, no me gusta”.
Bolleras, bujarras y macarras
En las 320 intensas páginas de “Los secretos del Sil” solo hay una mentira. En la primera página, entre los créditos y el copyright, dice: “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. Falso.
Con este recurso medio literario, medio jurídico –no vaya a ser que se querelle el vecino real de Pérez Colino 13, el que se tira a la asistenta, o la inexperta jueza sustituta del 6, más claro agua y en botella-, Arturo esquiva las responsabilidades de Francisco, o Francisco las de Arturo, porque lo que de verdad le interesa al lector ponferradino (aunque la novela es para el mundo mundial) es el morbo, coño, quiénes son con nombre y apellido esas dos bolleras, Melania, ojos modernistas, y Violeta, Violeta y Melania, que se meten mano en un mercedes descapotable. No, no, monina, la que estuvo en París es Melania; sí, ésa, la hija de… ya me entiendes.
Pues claro que se entiende todo. Las descripciones de Fran son tan certeras que no se escapa ni un solo personaje, de modo que prevengo al lector: cualquier parecido con la realidad, es la realidad. Porque, aunque hasta ahora no habían entrado en la pudorosa literatura berciana, dada a pocos excesos, en Ponferrada hay lesbianas y macarras, abogados bujarras y heroinómanos colgados del pico, jueces tontos y periodistas corruptos.
Y en la noche ponferradina circula droga, mucha droga, y alcohol, mucha “perdiz con hielo”. Lo sé, porque yo, como Fran, también he vivido el lado oscuro de la ciudad, y he amanecido entre Melania y Violeta, que en mi época se llamaban Maite y Chelo, rubias de bote y bolleras por la novedad. “El amor, cuando se ha ido, se reduce a su condición más fecal”. Y también visité el piso del Turco, y la casa del humanista Gerardo, que en la Ponferrada de 1976 era Paco, “como un ángel protector, como un ángel caído”.
El protagonista, un tipo con “necrosis neuronal”, heredero de Bogart, ve la discoteca como “un estómago ulcerado, un pozo de fango, una cloaca infecta; por momentos me siento asqueado con todo, harto de todo, cansado, triste y viejo”. Tras lo cual, el tío se ríe de sí mismo y se tira a Mirella en un polvo poliédrico, Fran con desgana, aportando lo justo, bajo un prisma de espejos como los que había en Richmond o en Nevada. Solo que entonces en Richmond y en Nevada apenas se follaba.
La verdadera historia de “Los secretos del Sil” es la historia de un asesinato a conciencia, con una frialdad y cinismo que paralizan al lector. Contiene ecos estremecedores de “A sangre fría”, de Truman Capote, de la reciente “Gomorra” de Saviano y perfume a cinismo de Beigbeder en “Socorro, perdón”.
“Todos dicen que estoy acabado, como abogado y como escritor. La pequeña ciudad, burgueses, plebe, payos y gitanos, los rústicos, los snobs, los notarios, los basureros, los procuradores, las cajeras, los banqueros, las prostitutas, las beatas, se unen para gritar a coro que estoy acabado”. Como en las mejores novelas negras, el final sorprende y estremece. Durante toda mi lectura, tomé notas aquí y allá, pequeños subrayados: no pude hacerlo en las últimas veinte páginas que se leen de un tirón, con un nudo en la garganta, antes de gritar, ¡qué hijo de puta el Fran!
Basta con lo dicho: “Los secretos del Sil” es una novela profundamente ponferradina, sin botillos ni morenicas, que le toma el pulso a la cara oculta de la ciudad y a sus miserias.
Un autor que ha venido para quedarse
Pero hay algo más que quisiera decir sobre el autor, sobre el hallazgo de Arturo Suárez-Bárcena, y no lo digo porque sea el canalla de mi primo, o el alter ego canalla del marido de mi prima. Me pierdo. Tenemos otros parentescos en común: yo también soy más de Elvis y de Serrat, y mi frase favorita a una mujer es “¡Cuídate!”. Te aseguro lector que no hay complacencia en el elogio, pero hace tiempo que no encontraba un escritor en estado de gracia. Permanezcan atentos a la pantalla: los escritores de la nueva generación han venido para quedarse.
“Daniel Cachón, de una sola ceja espesa y oleada”. Lo estoy viendo. “El humo que asciende como un caligrama de Apollinaire”. Suárez-Bárcena deja claras sus sórdidas preferencias literarias: sus evangelios son Cernuda, Manuel Machado, algo de Borges, Miguel Hernández, Proust, Cervantes, Lorca, Bécquer, Coelho, Barbey, William Blake: “Si el sol dudase un momento, se apagaría”.
Fran/Arturo exclama: “Hay a quien se le pegan los estribillos de Bisbal y a quienes nos pasa con los versos de Quevedo”. Tudescos moscos de los sorbos finos. O sea, lo habitual en todo letrado ponferradino. Sus diez mandamientos, y los míos, se resumen en “La canción del pirata”: Que es mi dios la libertad, mi ley la fuerza del viento, mi única patria la mar.
No sé si lo he dicho, pero en la novela hay finalmente el asesinato de un niño triste que come cebollas. Ni una palabra más sobre el final. Por cierto, creo que, con el libro en la mano como prueba de auto-inculpación, el Juzgado debería reabrir el caso y proseguir la investigación. Tal vez la iglesia de Otero de Vizbayo guarda el tesoro del último templario.