Todos los bembibrenses compartimos un vínculo afectivo y sentimental con la gran novela histórica de Enrique Gil y Carrasco, El Señor de Bembibre, cumbre del Romanticismo español. Una obra literaria que sentimos cercana, muy nuestra, que leemos y compartimos con gratitud hacia el autor que ha hecho universal el nombre de Bembibre y lo ha situado a medio camino entre la historia y la leyenda.
Con este sentimiento de gratitud hacia el patriarca de las letras bercianas, el Ayuntamiento de Bembibre ha querido rendir homenaje a Enrique Gil con motivo de la próxima celebración del II Centenario de su nacimiento (1815-2015), con una representación simbólica de su novela: la escultura ecuestre inaugurada la semana pasada, que bien pudiera llamarse “el rapto de Beatriz enamorada” o, en palabras de Enrique Gil, “el robador de doncellas”.
No sabemos bien por qué Gil escogió para su protagonista el título de Señor de Bembibre pues el novelista no tenía vínculo familiar ni relación directa con la villa, aunque sabemos que visitó Bembibre varias veces y dejó páginas memorables sobre su castillo/palacio y sus linares; pero lo cierto es que al escoger ese protagonista, unió para siempre su suerte y su afecto a la capital del Bierzo Alto que ahora da la bienvenida con la estampa del caballo Almanzor a cuantos se dirigen a Bembibre por el viejo camino de San Román, que algún día fue paseo de Mojasacos bordeado de altos negrillos, algún día camino real y aún antes vía romana
Esta escultura –obra del villafranquino Arturo Nogueira– evoca la escena del capítulo XI de El Señor de Bembibre, cuando doña Beatriz escapa de su encierro en la clausura del convento de Villabuena y, desmayada, don Álvaro la toma en sus brazos y huyen ambos al galope, camino de Bembibre. La escultura, pues, bien pudiera bautizarse como El rapto de Beatriz enamorada o, en palabras de Enrique Gil, “El robador de doncellas”.
El rapto por amor es un tema clásico en la mitología, representado en muchas ocasiones: desde el rapto de la ninfa Europa por el dios Zeus convertido en toro, hasta el rapto de las sabinas, pintado por David, Rubens y modernamente por Picasso, pasando por el rapto de las hijas de Leucipo y otros. Con frecuencia aparece el caballo en la iconografía del rapto, por ejemplo, en el de Perséfone o en el rapto de las indianas pintado por Moritz.
El romanticismo de Enrique Gil recupera alegorías y motivos de la mitología clásica: el rapto de doña Beatriz desmayada en brazos de don Álvaro es un episodio clave en la novela, la primera transgresión: Beatriz, por amor, escapa de la clausura y desobedece la orden expresa de su padre, lo que será el desencadenante de toda la tragedia posterior. En la escena que ahora preside la entrada de Bembibre, don Álvaro, desde su caballo Almanzor, tiende su brazo valeroso a la doncella enamorada, encendida de pasión y dudas; pero la tensión de la escena se resuelve con la trágica separación de los amantes. Despechado, don Álvaro parte al galope en busca del amparo de los templarios.
El robador de doncellas
El Señor de Bembibre, capítulo XI.
Enrique Gil y Carrasco
“Doña Beatriz, no menos atemorizada que subyugada por su pasión, salió apoyada en su doncella y entrambas llegaron a tientas a la puerta del jardín. Abriéronla con mucho cuidado, y volviendo a cerrarla de nuevo se encaminaron apresuradamente hacia el sitio de la cerca por donde salía el agua del riego. Como la reja, contemporánea de don Bernardo el Gotoso, estaba toda carcomida de orín, no había sido difícil a un hombre vigoroso como don Álvaro arrancar las barras necesarias para facilitar el paso desahogado a una persona, de manera que cuando llegaron ya el caballero estaba de la parte de adentro. Tomó silenciosamente la mano de doña Beatriz, que parecía de hielo y le dijo:
(…)
-¿Doña Beatriz, queréis confiaros a mí?
-Oídme don Álvaro, yo os amo, yo os amo más que a mi alma, jamás seré del conde… pero escuchadme, no me lancéis esas miradas.
-¿Queréis confiaros a mí y ser mi esposa, la esposa de un hombre que no encontrará en el mundo más mujer que vos?
-¡Ah! –contestó ella congojosamente y como sin sentido–; sí, con vos, con vos hasta la muerte.
Entonces cayó desmayada entre los brazos de Martina y del caballero.
-¿Y qué haremos ahora? –preguntó éste.
-¿Qué hemos de hacer? –contestó la criada– sino acomodarla delante de vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos. Vamos, vamos, ¿no habéis oído sus últimas palabras? Algo más suelta tenéis la lengua que mañosas las manos.
Don Álvaro juzgó lo más prudente seguir los consejos de Martina, y acomodándola en su caballo con ayuda de Martina y Millán salió a galope por aquellas solitarias campiñas, mientras escudero y criada hacían lo propio. El generoso Almanzor, como si conociese el valor de su carga, parece que había doblado sus fuerzas y corría orgulloso y engreído, dando de cuando en cuando gozosos relinchos. En minutos llegaron como un torbellino al puente del Cúa y atravesándolo comenzaron a correr por la opuesta orilla con la misma velocidad.
El viento fresco de la noche y la impetuosidad de la carrera habían comenzado a desvanecer el desmayo de doña Beatriz, que asida por aquel brazo a un tiempo cariñoso y fuerte, parecía trasportada a otras regiones. Sus cabellos sueltos por la agitación y el movimiento ondeaban alrededor de la cabeza de don Álvaro como una nube perfumada y de cuando en cuando rozaban su semblante. Como su vestido blanco y ligero resaltaba a la luz de la luna más que la oscura armadura de don Álvaro, y semejante a una exhalación celeste entre nubes, parecía y desaparecía instantáneamente entre los árboles, se asemejaba a una sílfide cabalgando en el hipogrifo de un encantador. Don Álvaro, embebido en su dicha, no reparaba que estaban cerca del Monasterio de Carracedo cuando de repente una sombra blanca y negra se atravesó rápidamente en medio del camino y con una voz imperiosa y terrible gritó:
-¿A dónde vas, robador de doncellas?”
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